22 noviembre, 2009 | |

Micaela
















El saco prestado le quedaba un poco grande. No le importaba. Tampoco el frío que le entraba por las orejas. Se notaba, iba a se una mañana de sol. Trataba de no chancletear los zapatos, también prestados, y de esconder la sonrisa que asomaba en cuanto se descuidaba. Leocadia, siempre seria, iba un par de metros atrás, sin perderle pisada. Por suerte no le veía bailar los ojitos mirando arriba y abajo: pájaros, árboles, gente, todo le llamaba la atención. Ya estaban frente al nicho. Poca gente en el entierro, sencilla como ella. Se puso muy seria, sacó un pañuelito arrugado del bolsillo y, ubicándose a una distancia prudente del cajón, empezó a rezar. Algunos la miraban brevemente y seguían en lo suyo. - “Señor, tu que llamaste a Tu hija Doña María de este mundo a Tu presencia …”, decía el cura. Pero ella no escuchaba. Miraba el cielo, las flores…. Trataba de empacharse de color. Y suspiraba. Mucho antes de lo que hubiera querido, la ceremonia terminó. Leocadia la agarró del brazo y la mantuvo así hasta llegar a la camioneta del Penal. Bueno, la mañana de sol había valido la pena, pensó ella. Y seguro que a esa tal “Doña María”, de haberla conocido, le hubiera gustado ser su abuela, como le había mentido a la Directora.

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