22 noviembre, 2009 | | 0 comentarios

Micaela
















El saco prestado le quedaba un poco grande. No le importaba. Tampoco el frío que le entraba por las orejas. Se notaba, iba a se una mañana de sol. Trataba de no chancletear los zapatos, también prestados, y de esconder la sonrisa que asomaba en cuanto se descuidaba. Leocadia, siempre seria, iba un par de metros atrás, sin perderle pisada. Por suerte no le veía bailar los ojitos mirando arriba y abajo: pájaros, árboles, gente, todo le llamaba la atención. Ya estaban frente al nicho. Poca gente en el entierro, sencilla como ella. Se puso muy seria, sacó un pañuelito arrugado del bolsillo y, ubicándose a una distancia prudente del cajón, empezó a rezar. Algunos la miraban brevemente y seguían en lo suyo. - “Señor, tu que llamaste a Tu hija Doña María de este mundo a Tu presencia …”, decía el cura. Pero ella no escuchaba. Miraba el cielo, las flores…. Trataba de empacharse de color. Y suspiraba. Mucho antes de lo que hubiera querido, la ceremonia terminó. Leocadia la agarró del brazo y la mantuvo así hasta llegar a la camioneta del Penal. Bueno, la mañana de sol había valido la pena, pensó ella. Y seguro que a esa tal “Doña María”, de haberla conocido, le hubiera gustado ser su abuela, como le había mentido a la Directora.

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Stop













Se detuvo de golpe
al ver la flor.
La arrancó
y se la comió,
a ver si, por fin,
le llegaba la primavera.

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Instante














¿Cómo frenar por un instante
la máquina del tiempo?

Es que necesito, imperiosamente,
sentarme a descansar,
comer naranjas
y tomar sol.

¿Y si el Marcapasos Universal
me cobra la transgresión
dejándome fuera de mi historia?

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Jinete
















Verde encendido en las parras
Preñadas de miel en gotas
Imposible morirse,
Y sin embargo …

El verano explota de siesta
Animales de lomo caliente
Esperan la cincha
Despedirse…. cómo?

Fluye el agua
La piedra calla
Calcina el Zonda
Galope al cielo.

16 noviembre, 2009 | | 0 comentarios

Pasaje












Mañana de mierda, gris, desangelada. De la habitación al quirófano, unos 20 metros. A pesar de la camilla desvencijada en la que apenas cabía, de la frazada a cuadros que seguramente había conocido mejores tiempos, de la ominosa cofia que solo dejaba ver su cara lavada, transparente, ella avanzaba como una reina. Su séquito la fue despidiendo en silencio casi reverencial. Algunos alcanzaron a tocarle apenas la punta de los pies, como se hace con las imágenes de vírgenes y santos mientras se murmura el pedido de alguna gracia. Ella giraba la cabeza suavemente hacia uno y otro lado, administrando con condescendencia medias sonrisas, palabras sueltas. Si alguno tenía la suerte de ser nombrado, se sentía íntimamente bendecido. La enfermera, percibiendo la solemnidad de la escena, empujaba la camilla con lentitud. Finalmente desapareció detrás de las puertas traslúcidas, mientras el mundo se volvía de repente un lugar ajeno y vulgar.